Kristian Herbolzheimer evalúa el 2011 y lanza sugerencias, a partir de su larga experiencia.

En el año 2011 han terminado dos conflictos armados muy significativos: la guerra de Irak y la lucha armada de Eta en el País Vasco. A pesar de las grandes diferencias, ambos escenarios invitan a reflexionar sobre las rutas hacia la paz en Colombia.

Con la retirada de las fuerzas norteamericanas de Irak -después de nueve años de guerra- se cierra el capítulo bélico más sangriento y costoso del siglo XXI... con un resultado incierto.

¿Quién ha ganado? ¿Quién ha perdido? En Afganistán, el otro gran escenario bélico con fuerte presencia internacional, nos podemos hacer las mismas preguntas. Han caído Saddam Hussein, Osama bin Laden y una larga lista de dirigentes y de combatientes enemigos... sin que se vislumbre una solución justa y duradera. Estos resultados adversos han llevado a los analistas norteamericanos a revisar críticamente su estrategia contrainsurgente. La vía militar, por sí sola, no es suficiente.

En Euskadi el proceso ha sido muy diferente. Las voces más audibles resaltan la presión policial y judicial como causa principal para que Eta anunciara en octubre el cese definitivo de la lucha armada, después de cinco décadas de violencia. Otras fuentes añaden la importancia de las movilizaciones sociales y el consiguiente aislamiento social y político del entorno etarra. Una tercera perspectiva resalta que Eta ha callado las armas en un gesto unilateral, sin rendirse ante las fuerzas del Estado, pero sin esperar tampoco una negociación política; el grupo armado responde así a la presión de su propia base social, que ha mostrado su hartazgo con la violencia. El posterior éxito electoral del brazo político de Eta puso de manifiesto de forma inequívoca que la apuesta valiente y ganadora es la civilista.

Irak y el País Vasco son dos ejemplos de unas tendencias globales que se pueden resumir en que los conflictos raramente se cierran por la derrota militar del enemigo. Hay dos salvedades en los últimos años: Chechenia y Sri Lanka. Pero el costo de ambas victorias gubernamentales, en términos de vidas humanas, sufrimiento de la población civil y, muy importante, reducción del espacio democrático, convierten estos casos en ejemplos poco edificantes.

Al mismo tiempo, la 'primavera árabe' está demostrando que una ciudadanía aparentemente dócil puede movilizarse de forma inesperada y derrocar regímenes que se creen todopoderosos.

En otras palabras, la sociedad civil tiene un poder de incidencia y transformación de alcances espectaculares. Los conflictos, entonces, no los resuelven solo los Estados; es imprescindible el concurso de toda la sociedad. Cuanto más incluyente y democrático es un proceso de paz, en términos de aglutinar a personas de orillas diferentes, más sólido es el final del mismo.

Colombia lleva décadas oscilando entre la mano dura y la negociación generosa. Ambas opciones han proporcionado resultados importantes, pero el conflicto se mantiene. Es más, con el paso del tiempo se gestan nuevos conflictos de efectos impredecibles, como se puede intuir en Colombia con una expansión desenfrenada de extracción de recursos naturales, sean agrarios, hídricos, hidrocarburos o minerales.

La evolución de los conflictos, así como de la sociedad y de las instituciones democráticas, obliga también a revisar y actualizar las respuestas a los mismos. Si la vía puramente militar tiene sus límites, y las negociaciones de agenda amplia como el Caguán resultan inaceptables por antidemocráticas, Colombia necesita urgentemente una propuesta concreta, incluyente e innovadora para terminar el conflicto armado. Una propuesta inspirada en desarrollos internacionales, pero adaptada al contexto colombiano, con apoyo internacional, pero liderazgo local.

Una propuesta que no sea tanto una receta predeterminada, sino un mapa, una hoja de ruta que permita avanzar creando adhesiones, fortaleciendo la cohesión nacional y la institucionalidad democrática. La paz como proceso, no como un evento.

Los retos son enormes porque no se trata tan solo de tender nuevos puentes de diálogo con los actores al margen de la ley, sino de atajar problemas sociales, políticos, incluso culturales: la desconfianza, la polarización, la corrupción, el machismo, el individualismo y el desprecio, cuando no la criminalización del pensamiento divergente.

Todos estos vicios se desarrollan y multiplican al amparo del conflicto. La guerra es un negocio para muchos, pero una desgracia para la gran mayoría.

Para enfrentar esta nueva forma de hacer las paces, convendría transitar de unas prácticas de confrontación a otras de colaboración. Las diferencias naturales y necesarias entre partidos políticos, entre movimientos sociales y Estado, entre intereses privados y el bien común se deben poder sortear sin que unos se impongan sobre otros, en un marco que no lleve a la suma cero, a un final de vencedores y vencidos. Si no se pueden dirimir de forma democrática las diferencias entre la pluralidad de personas, grupos, etnias e instituciones del país, ¿cómo pensar que se puede resolver el conflicto armado? La paz es un ejercicio sostenido en el tiempo, la suma de iniciativas -a veces pequeñas- planteadas con generosidad para crear la confianza necesaria para alcanzar un escenario mejor para todas y todos.

En esta gesta son necesarios liderazgos múltiples: desde la Presidencia de la República hasta los gobiernos municipales.

Desde una fuerza pública comprometida con la seguridad humana hasta el empresario que se distancia explícitamente de las prácticas deshonestas. Desde los medios de comunicación responsables hasta las movilizaciones pacíficas de estudiantes, campesinos, mujeres, población desplazada, grupos indígenas.

Varios sectores sugieren también repolitizar a los movimientos ilegales. El aislamiento reduce su capacidad de adaptarse a los cambios que le exige la sociedad. Hay muchas formas de diálogo informal que pueden animar a dar los pasos audaces necesarios para una posible negociación política.

En definitiva, Colombia se podría beneficiar de un amplio proceso participativo que desemboque en una política nacional de paz. Identificar el horizonte común con el cual se pueda reconocer la diversidad del país, y concertar los caminos para alcanzarlo. Otros países han avanzado por esta senda y Colombia puede tomar nota para diseñar su propia ruta hacia la paz perdida, pero anhelada.

Hay que superar el fatalismo y volver a creer que otro país es
posible.